El Principito en Argentina

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A partir de información que encontré en el anexo de una edición del libro Vuelo Nocturno, y de algunas otras fuentes, surge esta historia sobre la permanencia de Antoine de Saint-Exupéry en la Argentina, su inspiración para escribir "El Principito", y en general sobre su vida y su extraña muerte:


Vivió quince meses en Argentina. Durante ese período de tiempo, inauguró una línea aérea, conoció a la que mas tarde sería su mujer, hizo un retrato de su epopeya —y la de sus compañeros pilotos— en su novela Vuelo nocturno; se enamoró de los páramos patagónicos, y en los verdes campos entrerrianos quizá, hubo encontrado alguno de los motivos que inspiraron su obra cumbre, El Principito.

Antoine de Saint-Exupéry, este hombre alto, robusto, con movimientos de oso, nariz corta y respingada, ojos saltones y un mirar semidormido, murió a los 44 años durante una misión de guerra: su avión despegó desde la isla de Córcega una hermosa mañana de verano para tomar fotografías de la Francia ocupada por los nazis, pero nunca volvió a la base. Su muerte fue un enigma hasta marzo del 2008, cuando Horst Rippert, ex piloto de caza de la Luftwaffe, confesó que lo derribó. Estuvo su muerte atravesada por las paradojas: demasiado viejo para volar, con el cuerpo estragado por cinco accidentes de los que había salido vivo por milagro —los jefes aliados le habían concedido el honor de luchar por su país gracias a su reputación— la última vez que el radar lo tuvo en su pantalla volaba cerca de la costa de Marsella, a menos de 30 minutos de Lyon, el lugar donde había nacido. "Mamita mía, no estoy muy seguro de haber vivido después de la infancia", había escrito a su madre con arrasadora melancolía. Como el pequeño príncipe de su fábula, que vivía en un asteroide remoto del cielo, un día desapareció y se transformó en leyenda. Tercer hijo del conde Jean-Marie de Saint-Exupéry y Marie Boyer de Fonscolombe, nació el 29 de junio de 1900 y quedó huérfano de padre a los cuatro años. Su madre pasó a ser clave en su vida de aristócrata empobrecido y nómade. Del castillo paterno se mudó al de sus tías por la ruina económica, mientras Saint-Exupéry acumulaba retos de los jesuitas no sólo por su "horrorosa ortografía" sino por su indisciplina, sus distracciones y la impenitente costumbre de escribir en papeluchos poesías combinadas con dibujos que nada tenían que ver con la clase. A partir de 1919, después de un fallido intento de ingreso a la Escuela Naval, pasó 15 meses estudiando dibujo en Bellas Artes y dos años más tarde fue alistado como soldado en un campo de aviación del ejército. Allí se las arregló para tomar clases de pilotaje en secreto.

El escritor sobre uno de sus aviones.
Quedó maravillado: volando, veía al mundo desde otra perspectiva, diferente de la de los demás. En la estrecha carlinga de sus aviones, en lucha contra los elementos desatados, el aristócrata se descubrió a sí mismo, forjó un sólido concepto del deber y la responsabilidad, y alimentó ideales humanistas. Poco después de terminada la Primera Guerra Mundial, Saint-Exupéry se comprometió con Louise de Vilmorin, una joven hermosa, elegante, escritora talentosa y heredera de un banquero que ni sabía cuánta plata tenía. El padre veía con recelo a ese conde sin dinero, enredado en libros, poesías y aviones. Unas semanas antes de la boda, Saint-Exupéry se subió a un biplano que no conocía en las afueras de París y se estrelló a poco de despegar: fractura de cráneo y conmoción cerebral. "El banquero confirmó sus temores y lo puso entre la espada y la pared —dice Elsa Aparicio de Pico, secretaria de la sede argentina de la Asociación Los amigos de Antoine de Saint-Exupéry—. El tenía 22 años y el padre de la novia le dijo: 'O mi hija o el avión'. Y ganó el avión." Antes de llegar a la Argentina, fue piloto del servicio aéreo que unía Francia y España con el norte de África y vivió dramáticas experiencias en lugares como Casablanca, Dakar y, sobre todo, en Cape Juby, punto remoto del Sahara, donde los peligros se sucedían, entre las traicioneras dunas del desierto y los códigos violentos del hombre nómade de las caravanas, capaz de asesinar con una sonrisa.

Saint-Exupéry desembarcó en Buenos Aires el 12 de octubre de 1929 para extender la línea del correo aéreo a Santiago de Chile, Asunción y la remota Patagonia. Apenas instalado en un hotel de la calle Reconquista se entera: será director de la Aeroposta Argentina —filial de la línea europea— y deberá abrir las rutas, construir aeródromos y asignar el trabajo a sus notables camaradas: Jean Mermoz, Henri Guillaumet y los argentinos Vicente Almandos Almonacid y Rufino Luro Cambaceres.

Nunca le gustaron las grandes ciudades y la capital argentina no sería la excepción. "No tiene gracia habitar Buenos Aires —escribe—. Gentes tristes y ningún lugar donde pasear. Los arquitectos volcaron su genio en privarla de todas sus perspectivas. Me pregunto cómo puede penetrar la primavera a través de estos millones de metros cúbicos de cemento."

A los dos días ya está volando sobre la Patagonia, encandilado por el paisaje agreste y rudo. Otra vez el desierto: la nada es su territorio. Y entonces presiente la importancia de la línea aérea para esos míseros poblados batidos por el viento. En una playa de Comodoro Rivadavia capturó una foca bebé que trajo en su avión a Buenos Aires y la instaló en la bañera de su casa, en el sexto piso de la Galería Güemes de la calle Florida. No sería el único: en Paraguay embarcó un cachorro de jabalí, y al abandonar Buenos Aires con su madre, en 1931, se llevó un cachorro de puma que sembró de inquietud al pasaje. Saint-Exupéry llegó a volar más allá del Estrecho de Magallanes, sobre la Tierra del Fuego. Más lejos de las multitudes urbanas, más se ablanda su mirada: "Aquí el sol se acuesta a las diez de la noche. Todo es verde. Aldeas sobre el césped. Y gente que, de tanto apiñarse en torno, se vuelve tan simpática...".

Pero si en las largas travesías hacia el sur desplegó las alas de la imaginación, el reconocimiento de la ruta hasta Asunción del Paraguay, volando bajo, siguiendo las vías del ferrocarril —los aviones apenas contaban con brújula y altímetro— habría de seducirlo para siempre. Su experiencia entrerriana fue perturbadora, y está narrada en el capítulo Oasis de su libro Tierra de Hombres. En un viaje de inspección para controlar algunos de los quince aeródromos diseminados en el país, vio un campo verde y liso a orillas del río Uruguay, cerca de Concordia. Pensó que podría ser una pista de aterrizaje alternativa y bajó a inspeccionar el terreno.

"Había aterrizado en un campo y no sabía que iba a vivir un cuento de hadas", escribirá años después.

Una de las ruedas del avión se quebró al hundirse en una cueva de vizcacha y casi inmediatamente aparecieron en la escena dos jóvenes rubias, hermosas, casi niñas, al galope. "Al llegar hasta el avión vieron la torpeza del piloto y musitaron entre ellas una grosería, pero en francés —cuenta Elsa de Pico—. Por decirlo de algún modo: ¡Qué tonto! ¡No vio la cueva!" Las chicas eran Edda y Suzanne Fuchs, hijas de un matrimonio francés que tenía una granja en las cercanías, y que vivían en el castillo de San Carlos —hoy en ruinas— con paredes de piedra, mármoles y boisserie en las paredes. "A Saint-Exupéry se le abrió el cielo de repente cuando las escuchó hablar en francés —dice Elsa de Pico—. Y al llegar a la casona, en un viejo Ford, el padre, Georges Fuchs, se disculpó por el comportamiento 'salvaje' de las hijas." El piloto volvería varias veces a ese lugar, al encuentro de sus "amigos deliciosos" que "vivían en un castillo de leyenda, una casa donde se aspiraba como incienso ese olor de vieja biblioteca que vale por todos los perfumes del mundo." Edda tenía 9 años y Suzanne, 14. En 1932, ya en Francia, Saint-Exupéry escribió una nota periodística en una revista de París con un título sugerente: Las princesitas argentinas. Algunos llegan a asociar su experiencia entrerriana con la fábula infantil que lo haría famoso en el planeta. "Ahí está el esbozo de El Principito —arriezga Elsa de Pico— con esas dos chicas que eran muy especiales, y sobre todo con la impresión que le causó Edda. Ellas domesticaban bichos (animales). A las ovejas Suzanne les decía ¡Vamos!, y las ovejas la seguían. Edda había domesticado un hurón, que comía en su mesa y la seguía a todos lados. Su papá criaba abejas. Y Edda decía que a las abejas no les gustaba el ruido. Ella me contó: 'Cuando nosotras queríamos que se fueran, gritábamos'. Un día, Saint Exupéry se puso a hablar muy fuerte bajo el panal y Edda lo recriminó: 'Por favor, no hable tan alto porque a las abejas les molesta'." A Edda, Saint-Exupéry le parecía "un gigante bueno". El escritor medía casi dos metros de altura y apenas podía entrar en la carlinga de los aviones. Enamorado del cielo y el desierto, cuando no volaba, escribía. Un meticuloso: podía romper cien páginas antes de publicar una sola. Decía que más que escritor, era un corrector. Tachaba y borroneaba, anotaba ideas y frases en servilletas de bar: sus compañeros lo veían en los hangares, inclinado sobre los barriles de combustible, las manos sucias de grasa, la lapicera sobre el papel. De su pluma goteaba la melancolía por la felicidad perdida en la infancia. Contemplaba su propio pasado con un sentimiento de pérdida. En el castillo de San Carlos fantaseó con abandonar su vida errante y quedarse. Acaso, criar abejas. Llamaba "mis princesitas" a Edda y Suzanne Fuchs. Pasaba horas haciendo trucos de magia con la baraja para ellas. El castillo no estaba resplandeciente, pero lo encontraba irresistible: sus pisos de madera quejumbrosos, pero pulcramente encerados. "Todo estaba ruinoso, y lo estaba adorablemente."

Se sentía a gusto en ese oasis rodeado de vegetación. "Las dos jóvenes reaparecieron tan misteriosamente, tan silenciosamente como se habían desvanecido. Se sentaron a la mesa con gravedad. Al desplegar sus servilletas me vigilaban por el rabillo del ojo, con prudencia, preguntándose si me clasificarían o no en el número de sus animales familiares, pues ellas poseían también una iguana, una langosta, un zorro, un mono y las abejas. Todos ellos vivían entremezclados, entendiéndose maravillosamente, componiendo un nuevo paraíso terrestre", relató alguna vez el piloto. Saint-Exupéry —recordaría muchos años más tarde Edda Fuchs— les decía: "Tengan cuidado, o un día aparecerá un horrible, pequeño marido y se las llevará en cautiverio". Un día de 1964 llegó un periodista francés a la casa de las hermanas Fuchs para comprobar si de verdad habían existido. El mundo literario francés siempre sospechó que eran fruto de la imaginación del escritor. Al final de su capítulo Oasis, el autor se pregunta: "¿Qué se habrá hecho de esas jóvenes? Sin duda se han casado. Llega un día en que la mujer se despierta en la joven... (...) Entonces, se presenta un imbécil. Se le entrega el corazón que es un jardín salvaje, a él, que sólo ama los parques cuidados. Y el imbécil lleva, en esclavitud, a la princesa".

Edda y Suzanne Fuchs, "las princesitas".

Elsa de Pico cuenta que, una vez, Edda Fuchs escapó de la reserva con que guardaba sus recuerdos y le confesó que cuando leyó ese capítulo del libro, ahogada por las lágrimas, tenía 19 años. "Corrí a mirarme al espejo", le dijo. Como si fuera un sortilegio, ni Edda ni Suzanne se casaron jamás. Suzanne enseñó francés en Concordia pero nunca pudo dejar la granja ni los animales. Edda se convirtió en una mujer elegante y atractiva que administró campos durante muchos años. Al periodista francés, le dijo: "Me acordaba de él cuando tenía flirts. Me marcó, en cierta forma. No sé si fue el destino, o algo superior".

Castillo de San Carlos, hogar de los Fuchs.

Allí, en las verdes cuchillas entrerrianas, quedó la fantasía de un amor no realizado, un oasis platónico y deslumbrante; ¿la fuente de inspiración para El Principito?. "hay algunas coincidencias que son interesantes —arriezga Elsa de Pico—. El avión roto, el accidente, el señor malhumorado, la desolación del desierto: en esa época, el monte de espinillos era un desierto. ¿Quién te ve? ¿Quién te ayuda? Y una vocecita que sale y le dice: ¡Qué tonto! ¡ No vio la cueva!" Saint-Exupéry voló en la Argentina más que en ninguna otra etapa de su vida. Hizo no menos de 30 travesías a los Andes porque le aburría el trabajo administrativo. "Yo vivo verdaderamente cuando vuelo", dejó escrito. Cuando estaba en Buenos Aires, pasaba el tiempo con sus amigos de la Aeroposta, charlando, comiendo generosamente con vino francés y terminando la noche en alguno de los cabarés de la época. Los argentinos que lo conocieron lo recuerdan como simpático, accesible, pero, a la vez, autoritario. Se imponía físicamente, siempre había un cigarrillo en sus labios y tenía un hablar algo tartamudo, una voz que "oscilaba entre el cognac y el licor de cassis". Como jefe de línea era férreo. No suspendió los servicios aéreos el día en que un avión se estrelló con saldo trágico en el Río de la Plata. El correo debía partir a cualquier costo: ni las averías del motor ni los huracanes de la Patagonia ni las debilidades humanas podían retrasar la epopeya. Más de una vez, Saint-Exupéry experimentó la terrible sensación de ser empujado por los vientos del sur —más poderosos que el motor de su avión— hacia el océano. "Cada vuelo es una victoria que asegura el siguiente." Y así terminó con el aislamiento del sur: por barco, Buenos Aires distaba 15 días de Río Gallegos; el avión lo redujo a 17 horas.

"Eramos recibidos como mesías en las pequeñas ciudades perdidas que de golpe acercábamos a la vida del mundo. El alcalde, rodeado de su rudo pueblo, no bien aterrizábamos nos daba la bienvenida con los brazos abiertos: 'Puerto Deseado conocerá, gracias a usted, los beneficios de la civilización'. ¡Cómo nos rejuvenecía oír esa frase! ¡Qué pura sonaba, qué lejos del sentido mezquino que toma en las promesas electorales!" Los lamentos constantes a su madre por la falta de una mujer que lo acompañara en la vida terminaron en la Argentina. En una fiesta, el aviador conoció a Consuelo Suncin, una morena pequeña, de ojos salvajes, atrevida y caprichosa. Había nacido en El Salvador, había enviudado dos veces y llegaba a Buenos Aires desde París donde su último marido —Enrique Gómez Carrillo— había sido embajador argentino ante Francia. Antoine quedó hechizado y la invitó a volar. El Late 28 decoló del aeródromo de General Pacheco, el piloto lo hizo ascender hasta los mil metros y comenzó una serie de arriesgadas acrobacias.

—¡Deténgase, deténgase, se lo ruego! —imploró la mujer, aterrorizada.
—Sólo si me promete un beso —contestó el piloto y lanzó el avión en picada.
—¡Deténgase, por favor! —suplicó mientras el avión se acercaba al suelo.
—Diga que sí —insistió Saint-Exupéry.
—¡Sí, sí!


El encuentro empezó de esta manera, porque el conde era muy afecto, a veces, a las bromas pesadas. Era 1930, caía el gobierno radical y los bienes del marido de Consuelo habían sido confiscados por la dictadura. Estaba en bancarrota, pero tenía a su lado a un aviador poeta totalmente enamorado de ella. Se casaron por Iglesia en abril de 1931 y vivieron, como pudieron, los últimos trece años de vida del escritor: una convivencia tormentosa, donde abundaron las mutuas infidelidades, todo potenciado por las largas ausencias de un hombre errante.

Podríamos pensar que en su libro más célebre, el aviador es él, el principito es un espejo de su propia infancia, y la flor, Consuelo Suncin. "Tú eres la flor, la rosa...", le revela en una carta. Tal vez este pasaje de El Príncipíto refleje su extrema tristeza por esa relación contrariada: "No supe comprender nada entonces. Debí haberla juzgado por sus actos y no por sus palabras. Me perfumaba, me iluminaba. ¡No debí haber huido jamás! ¡ Debí haber adivinado su ternura, detrás de sus pobres astucias! ¡Las flores son tan contradictorias! Pero yo era demasiado joven para saber amarla." Para su boda, Consuelo prefirió una mantilla negra al tradicional velo blanco: las fotos tomadas aquel día resultan extrañamente tristes. No tuvieron hijos, pero la problemática relación continuó hasta el final: "Amar, sólo amar... ¡Que callejón sin salida! Y el oscuro sentimiento de un deber, más grande que el de amar". Como un misionero, necesitaba consagrarse a los demás, se sentía responsable de hacer actos de servicio. Y, además, Saint-Exupéry había encontrado en el avión el vehículo para la evasión, no podía avanzar sin mirar con nostalgia el pasado. Allí estaban el paraíso perdido del Sahara, el oasis de Concordia, el ancho cielo de la Patagonia...


La historia más conmovedora de los raids por el extremo sur de la Argentina ocurrió cuando, enterados los pocos habitantes de Paso Ibáñez (hoy Comandante Luis Piedrabuena) de que Saint-Exupéry había instalado un aeropuerto para la escala en Puerto Santa Cruz, a unos 50 kilómetros de allí, ellos también reclamaron el suyo. Le escribieron amargas cartas de reproche por no haber entendido el futuro de ese pueblo ni el valor estratégico de su ubicación: "Vamos a instalar el aeropuerto, a pesar suyo", amenazaron. Y lo hicieron, y un día lo invitaron para que lo inaugurara. Alguien le dijo a Saint-Exupéry que la pista era corta, pero ellos volvieron a la carga: '"Poco importa' —contó Saint-Exupéry que le respondieron—. 'Venga a inaugurar nuestro aeródromo sin aterrizar. Nuestros ciudadanos estarán muy felices si su avión sobrevuela nuestras cabezas el día de la inauguración. No lo podemos hacer si no vemos un avión.' Y un día, cuando descendía hacia el sur, previne a la pequeña ciudad y me fui a inaugurar ese terreno con un vuelo sin aterrizaje. Durante una hora efectué por encima de ellos vueltas y picadas, y luego continué mi viaje. ¿Conoce usted algo más exaltante que ese entusiasmo y esa juventud de corazón?" Su vida está atravesada por el viaje y la partida.

Antes de casarse, invita a su madre a visitarlo a Buenos Aires. En su niñez, Antoine, era el preferido de sus hijos y lo llamaba "El rey sol", por sus rulos dorados. Durante un mes y medio no se despega de ella y la lleva en su avión hasta los confines de la línea. Cuando vuelven a Francia se entera de que la empresa había quebrado: Argentina, ya es nostalgia para su pluma. En 1933 le escribe a Rufino Luro Cambaceres: "No hay en mi vida período alguno que prefiera al que he vivido con ustedes". Consuelo Suncin volvió una vez más a Buenos Aires, en 1968, y simplemente evocó así a Saint-Exupéry: "Cambiaba un brillante por un telescopio. Tanto sentía a las estrellas". Hasta que sobrevino la Segunda Guerra, el conde de Saint-Exupéry conoció la gloria literaria. Su novela corta Vuelo nocturno se convirtió en un éxito porque describía la épica de la naciente aviación comercial: una prosa cargada de sentimientos nobles hacia sus semejantes, una oda para homenajear a sus camaradas y un intento para descubrir la solidaridad humana. Pero la guerra lo sumió en una desolación insoportable: "Francia ha sido ocupada por el enemigo —se lamentó—. El país ha ingresado a un mundo de silencio". En Lisboa —donde se había exiliado— se enteró de la muerte de su gran amigo Henri Guillaumet. Cuatro años antes había muerto —también en un accidente aéreo— Jean Mermoz. "Soy el único que queda, no tengo un solo camarada en el mundo a quien decirle: '¿Te acordás?'." En Nueva York publica El Principito, pero está desanimado y las peleas con su mujer se suceden: "Consuelo, esta noche le escribiré una carta de amor, porque sucede que a pesar de tantas heridas (...) no puedo más con este amor que nunca encontró su camino, en usted existe alguien a quien yo amo y cuya alegría es fresca como la alfalfa de abril".

Saint Exupéry y su amigo Henri Guilleument, piloto de la compañia de correo aéreo.

Sus proyectos de vuelo desde hacía años fracasaban: primero un accidente truncó su raid París-Saigón y ahora la aventura de unir Nueva York con la Patagonia había terminado con su avión destrozado en Centroamérica. Como aviador, a pesar de su audacia y habilidad, era distraído e impredecible. A la concentración, prefería la ensoñación del vuelo. Una liberación: huir de todo lo que, en tierra, le hacia mal. Hasta tenía una visión sombría para la posguerra. Pensaba que los Estados Unidos después impondría "una civilización de hormigas. El hormiguero futuro me espanta y odio su virtud de robot. Yo estaba hecho para ser jardinero". Charles De Gaulle lo odiaba y el escritor veía en ese general a un caudillo arbitrario que sólo ambicionaba el poder personal. El, sólo quería la salvación de Francia. La patria le dolía y él no sabía cómo ayudarla.

El Lightning P-38 americano era un avión complejo para Saint-Exupéry. Gracias a sus intrigas y a su prestigio logró que lo alistaran al escuadrón de reconocimiento fotográfico. El reglamento indicaba que podía ser volado por personas que no superasen los 32 años. El tenía 44. Apenas podía entrar en el cockpit estrecho y en uno de sus vuelos de práctica estrelló el avión en el aterrizaje. Le escribió una última carta a Consuelo: "Si alguna vez no vuelvo, no me llores. 'Eso' pasa rápido. Las balas perforan el cuerpo como las abejas atraviesan el aire".

Su décima misión de guerra —ese sobrevuelo por el territorio de su infancia, cerca de Lyon— era la última que los jefes le habían concedido. Sus compañeros pilotos lo vieron flaco, fatigado, lleno de tristeza y desaliento. Un sobreviviente que sólo quería huir. Como Fabien, el protagonista de Vuelo nocturno hundido en la noche de la Patagonia, perdido en la tempestad, en un vuelo sin retorno; como el Principito en su evasión definitiva de la Tierra: "Parecerá que he muerto y no será verdad". Saint-Exupéry, simplemente, no volvió.

El enigma de su muerte persistió durante mucho tiempo. ¿Había caído bajo la metralla de uno o dos aviones alemanes que lo interceptaron? ¿Se había suicidado con su avión, adolorido por su infelicidad, su cuerpo cansado, por un mundo que ya sentía ajeno? ¿Había perdido el conocimiento por falta de oxígeno y se estrelló en el mar? Su propia madre se resistió a creer en su muerte y durante años repitió que vivía recluido en un convento. Pero antes de morir ella pidió: "Déjenlo reposar en paz, allí dónde esté". Todas las conjeturas eran válidas.

Un pescador dijo haber encontrado su pulsera entre las redes en 1998. El descubrimiento de la joya ayudó a las autoridades francesas a iniciar una búsqueda en el sector. Cinco años después, en 2004, casi al cumplirse el sexagésimo aniversario de su desaparición, fueron descubiertos en aguas de Marsella restos del avión, cerca del lugar donde años atrás había sido descubierta la pulsera. Las piezas recuperadas fueron decapadas, limpiadas. Sobre un panel de la caja del turbo-compresor, localizada en la viga izquierda del avión, los investigadores descubrieron, "una serie de cuatro cifras aisladas y grabadas manualmente": 2734, seguidas por la letra "L", que significa "left". Se trataba, "del número de fabricación que Lockheed inscribía en sus aviones". Este número civil correspondía, en la tabla de concordancia de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, a la matrícula militar 42-68223, la del avión de Saint Exupéry.

No fue hasta marzo de 2008 que su verdugo rompió el silencio: "Después de haberlo seguido, pensé: «si no desaparecés rápidamente, te voy a bajar». Disparé, lo alcancé en las alas. El avión cayó al agua. Al piloto no lo vi. Fue después que supe que era Saint-Exupéry". Esas fueron las palabras de Horst Rippert, ex piloto de caza de la Luftwaffe, quien más tarde agregó: "Para mí fue una auténtica catástrofe. En mi juventud había leído toda la obra publicada en Alemania hasta ese momento. Yo adoraba sus libros, sus aventuras en América del Sur y en otros sitios del planeta. Saint-Exupéry sabía como nadie describir el cielo, las sensaciones y los sentimientos de los pilotos. Su obra despertó gran cantidad de vocaciones en la Luftwaffe. Desde entonces esperé y sigo esperando que no haya sido él quien cayó en el mar ese día. Pero ¿qué podía hacer? Durante todos estos años me he repetido esa pregunta. (...) Ese día abatí al más amigo de mis enemigos."

Su casco y sus antiparras se conservan en Río Gallegos.

En Concordia quedan los fantasmas de un castillo en ruinas; en Buenos Aires, en una casona de la calle Tagle, murmuran los secretos que se contaron con Consuelo; en la península de Valdés, el contorno de la isla de los Pájaros, batido por el mar, que inspiró el dibujo de El Principito donde una boa se traga a un elefante; en la playa de Ostende, una habitación del Gran Hotel donde seguramente imaginó una de sus novelas; en General Pacheco, un galpón que hoy sirve para depósito; en Bahía Blanca, aquel cadete que le compraba los cigarrillos; en Río Gallegos, el hangar donde guardaba los aviones, un casco de cuero ajado por mil tormentas y sus antiparras de vuelo.

Isla de los Pájaro, península de Valdés.

A partir de información que encontré en el anexo de una edición del libro Vuelo Nocturno, y de algunas otras fuentes, surge esta historia s...

Las letras y el café combinan bien


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6 comentarios:

  1. Maravilloso relato has podido reconstruir!!! Genial!!! gracias Javi.
    Besos
    Cecy

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  2. Excelente Javier, ese libro es fascinante. Y tu intervención muy buena. Exitos por siempre!!!!!!. Abrazo- Alicia.-

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  3. Gracias Javier por tan excelente información!! Sldos!!!

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  4. Excelente resumen, muy bien escrito felicidades a su autor. Lo del señor Rippert no se si está confirmado del todo.
    Alfonso

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